Opinión |21 Mar 2013 - 11:00 pm
¿El sueño americano?
Por: Patricia Lara Salive
—¿Por qué vive en Nueva York, Margarita?, le pregunto a esta paisa dicharachera, cuarentona, robusta y buena moza que consiguió la residencia pagándole $40 millones a un latino de nacionalidad americana para que se casara con ella y le pidiera permiso a la inmigración para llevarla a EE.UU.
—¡Eh, ave María, yo no sé, mija!, exclama, en lágrimas, esta mujer que llegó a EE.UU. tras el sueño americano y, por eso, dejó en Medellín a su única hija —universitaria ya— y se gana la vida aseando apartamentos de prisa con el fin de completar los US$700 mensuales que paga de arriendo, más lo necesario para sufragar servicios, transporte y alimentación.
Hace tres años ella era allá vendedora de electrodomésticos, ganaba más del salario mínimo, vivía con su madre y su hija y, si necesitaba algo extra, se lo pedía a su exmarido, el padre de la niña, un campesino adinerado que sólo estudió primaria, posee una mina de oro que le vende el metal al Banco de la República, gana lo suficiente para mantener bien a sus ocho mujeres y a sus diez hijos, y sueña con convencerlos un día de que compartan los 18 con él la misma casa.
Sin embargo, Margarita quería más... Deseaba que su hija pudiera migrar y vivir una mejor vida que la suya.
—Y su hija, ¿quiere vivir en EE.UU., Margarita?
—¡Ella no!, exclama, y llora porque el trabajo que le pintó la prima que le consiguió el “marido” gringo y la convenció de viajar a EE.UU. no resultó como esperaba, pues quienes iban a emplearla prefirieron a una aseadora bilingüe.
—Entonces ¿qué hace en EE.UU., Margarita?
—Es que yo no quiero perder esos 40 millones que ya pagué; y si me voy ahora me quitan la residencia, dice, luego de contarme que su hija le ruega que vuelva y que su exmarido le promete darle un empleo en el que se ganaría cerca de un millón de pesos.
—¿Y qué le importa perder esa plata si usted no tiene un buen trabajo en Nueva York, no es feliz en EE.UU. y su hija tampoco lo es lejos de usted?, le digo.
—¡Verdad!, exclama y me da un abrazo.
Cinco meses después la invito a almorzar en Queens... En medio de una nevada ocurrida en los albores de esta primavera, caminamos por la Avenida Roosevelt, famosa por estar poblada de todo lo colombiano —oficinas que envían dólares a Colombia; tiendas de ropa que exhiben y anuncian jeans levantacolas made in Colombia; bares donde ofrecen Aguardiente Antioqueño y Ron Viejo de Caldas; mercados que venden Chocoramo, Areparina, arequipe de antaño y bocadillo veleño; restaurantes especializados en platos caleños, otros en tamales y lechona tolimenses y varios en fríjoles antioqueños; y hasta bailaderos de vallenatos y cafeterías donde no faltan los televisores sintonizados en alguna telenovela colombiana.
Luego de que Margarita ordena una bandeja paisa en La Pequeña Colombia, me cuenta que decidió regresar a su tierra. Entonces me entero de que su matrimonio de mentiras se volvió de verdad (como ocurre usualmente con esos matrimonios postizos, que de tanto aparentar ser pareja acaban siéndolo); y que ella le tomó cariño al tipo pero que no lo ama.
—Y al fin, ¿por qué quiso vivir en EE.UU., Margarita?, le pregunto antes de despedirme.
—¡No fue ni siquiera por plata, mija! Fue por lograr el sueño americano...
Similar a la suya es la historia de tantos millones de latinos que por perseguir ese sueño que nos han vendido como enlatado, no hacen más que trabajar y trabajar en USA, pero no son felices...
Patricia Lara Salive | Elespectador.com
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